Cristales con vida

Dijo alguna vez Louis Pasteur que “la suerte ayuda a las inteligencias preparadas”, y Charles Darwin aseguró por su parte que “la precisión es el alma de la Historia Natural”. ¿Parece lógico que dos científicos de tanto prestigio emplearan términos tan antagónicos como son suerte y precisión? Pues aunque suene a contradicción, en el campo de la ciencia el azar es compañero inseparable del trabajo minucioso, y de esta unión aparentemente tan poco natural han resultado muchos de los más grandes o extraños descubrimientos…

Wendell Meredith Stanley fue un químico, bioquímico y profesor universitario estadounidense galardonado con el Premio Nobel de Química en el año 1946.

Un primer paso

En 1932, el doctor Wendell M. Stanley, investigador del Instituto Rockefeller de Nueva York solicitó su traslado a un lugar cercano al campo, donde él y su esposa deseaban que naciera y creciera su primer hijo. Un hecho al parecer sin importancia como ése, fue el que puso en marcha los estudios que iban a revolucionar un aspecto hasta entonces desconocido de la ciencia. Los jefes de Stanley aceptaron su traslado, pero le impusieron como condición que estudiara los virus de las plantas. Nadie, y menos él, sabía nada de los virus, y tal vez por esa misma razón fue comisionado para descubrir “qué eran”.

Sólo se sabía que los virus eran algo vivo y contagioso, pero nada se había avanzado desde que un tal Beijerinck descubrió en 1908 el virus del tabaco.

A falta de otra cosa, Stanley comenzó a estudiar ese mismo virus, que también se conocía como “mosaico del tabaco”, debido al peculiar dibujo que forma en las plantas infectadas. Echó mano de cientos de plantas de tabaco turco, cosa de una tonelada, para sus experiencias. Cuando éstas alcanzaban una altura de ocho a diez centímetros, las humedecía con una solución extraída de plantas enfermas, y a las dos o tres semanas, cuando estaban ya contaminadas las cortaba y pasaba por un molino de carne. Obtenía así una pasta semejante a la carne molida, que luego guardaba en bolsas de gasa.

A continuación, Stanley procedió a colar el “jugo de tabaco” conteniendo el virus mortal. Su objeto era aislar el virus para estudiarlo sin elementos ajenos que deformaran la investigación. Más tarde intentaría obtener un remedio para volver el virus inofensivo. Pero no tuvo éxito en este trabajo.

Echando mano de sus amplios conocimientos de Química, Stanley procedió entonces a combinar el jugo con diversos compuestos que podían mezclarse con las sustancias contenidas en el jugo. Repitió varias veces este procedimiento, con más de cien disolventes diferentes, y poco a poco fue purificando el virus, al mismo tiempo éste se hizo más concentrado.

Por fin, mientras ensayaba nuevos aditivos químicos, Stanley advirtió una “costra de brillo satinado” que se formaba en la solución del virus del mosaico. Pasó una hora, y el virus cristalizó por completo.
¡Había logrado aislar el famoso virus del tabaco!…

Unos extraños cristales

Habían pasado tres años desde que inició los trabajos. Stanley podía Informar ahora que “el virus del mosaico del tabaco, primer virus reseñado en la historia de la química, no es un ser vivo como sucede con las bacterias, sino que los cristales obtenidos son proteínas, es decir, moléculas químicas sin vida…”

La declaración del científico levantó una oleada de comentarios y polémicas, pues era creencia general que los virus eran organismos vivos que se reproducían igual que los microorganismos, infectando las zonas sanas.
Investigaciones posteriores probaron que los cristales del virus del mosaico contenían, además del 94% de sustancias inertes, un 6% de ácido nucleico, semejante al que existe en los núcleos celulares vivos.

De lo anterior se dedujo algo todavía más asombroso: el virus está formado por ácido nucleico rodeado de una capa proteínica, es decir, que no es materia química sin vida ni un organismo viviente ¡sino ambas cosas al mismo tiempo!

Esto significa que el virus puede conservarse embotellado sin alterarse su esencia. Sin embargo. al entrar en contacto con una célula viva, adquiere vida propia y se reproduce y crece infectando el organismo con el que entró en contacto.

Wendell M. Stanley, que recibió el premio Nobel por su descubrimiento, guarda desde 1935 un frasco con estos cristales. Sabe muy bien que no tienen vida, como el día de grata memoria, pero tampoco ignora que en el momento que los deje caer sobre una planta estos cristales dejarán de ser objetos inanimados. Cobrarán vida y se convertirán en seres susceptibles de crecer.

Al lograr aquella cristalización, Stanley demostró que el puente que une lo vivo con lo no vivo es mucho más corto de lo que la humanidad siempre supuso.


Referencias
  • Revista DUDA, (Junio, 2, 1971). Cristales con vida. Revista DUDA, (1:7)

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