El descubrimiento de la cueva de Altamira se debió a una verdadera casualidad. Ocurrió en 1868, cuando un cazador que se hallaba en la loma de Altamira vio como su perro se introducía, en persecución de un zorro, tras un matorral. Intrigado por su tardanza, se acercó, y pudo ver como su animal había quedado atrapado en una grieta. Al apartar piedras para liberarlo, se halló con una entrada que daba a una cueva.
No le concedió demasiada importancia al hecho, ya que por los contornos había numerosas cuevas. Sin embargo, en 1875, Marcelino S. de Santuola, hombre erudito que pasaba sus veranos en el próximo pueblo de Puente San Miguel, decidió reconocerla por si había en ella algo interesante.
Unas ligeras excavaciones dieron como resultado el hallazgo de huesos de animales y sílex tallado. Luego, en el invierno, de vuelta a Madrid, su amigo Juan Vilanova, uno de los más notables pre-historiadores de la época, lo animaba cada vez a proseguir con sus trabajos. Y fue así que, en verano de 1879, penetró de nuevo en la cueva, esta vez acompañado de su hija María, por aquel entonces de doce años de edad. Fue ésta la que, llevada por su infantil curiosidad, comenzó a husmear por los rincones mientras su padre escarbaba la tierra, y exclamó, al mirar hacia el techo:
— Mira, papá: toros pintados…
Acababan de ser descubiertas las más famosas pinturas del arte mágico rupestre universal, aunque serían necesarios muchos años de investigaciones y controversias antes de que la ciencia terminara reconociendo que aquél era uno de los descubrimientos más sensacionales de toda la Arqueología.
- Martínez Mas, Sebastián, (1975), Gran enciclopedia de la magia y el ocultismo, La cueva de Altamira, Buenos Aires, Argentina, Editorial Cíclope S. A