El hombre al que obedecían las serpientes

En Egipto mueren cada año miles de personas a consecuencia de mordeduras de serpientes. Desde tiempos inmemoriales en esas tierras crecen y se multiplican diversas variedades de los más venenosos de esos reptiles y también como compensación de ese hecho, en Egipto existen algunos hombres que de manera extraña e inexplicable parecen tener un oculto poder sobre esos animales. Ya la Biblia nos narra que Moisés —aquel niño que fue recogido en una cesta de las aguas del Nilo, educado por sacerdotes y que posteriormente se convierte en patriarca del pueblo de Israel— delante del faraón y su corte, tomó una venenosísima serpiente por la cola y mediante un conjuro la convirtió en una inofensiva vara.

Podría pensarse que este relato bíblico obedece más a la fantasía de su autor que a la realidad del acto de Moisés, pero Paul Brunton, escritor que ha dedicado muchos años de su vida a viajar por Egipto y tratar de esclarecer los extraños sucesos que ocurren en aquella tierra, nos habla de la existencia de verdaderos magos con un poder casi absoluto sobre las serpientes. Estos hombres poseedores de una extraña sensibilidad son capaces de localizar a estos animales aunque estén escondidos tierra adentro o en el interior de una caverna de oscuridad impenetrable. Pero lo que resulta increíble y escapa a nuestros conceptos lógicos es que estos hombres capaces de encontrar a una serpiente por más escondida que se encuentre, sostienen que las serpientes tienen prohibido morderlos.

Obedeciendo la orden del Altísimo, Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en una barra; “cuando alguien era mordido por una serpiente y miraba a la serpiente de bronce, quedaba curado” (Num 21, 9).

Pero en fin, ocupémonos ahora de narrar las proezas que Paul Brunten presenció y que corrieron a cargo de un hombre llamado el jeque Musa (curiosamente, Musaes la forma árabe del nombre Moisés).

Fue en una casa abandonada en Luxor, a donde Brunton había llevado al jeque para que efectuara la demostración. El jardín, descuidado desde hacia años, llegaba hasta las riberas del misterioso Nilo. Ahí, despojándose de sus túnicas y quedando sólo en camisa y medias para probar que no llevaba ninguna serpiente oculta entre la ropa, Musa procedió a explorar el terreno, ayudándose con una larga vara con la cual golpeaba ligeramente palmo a palmo el terreno.

Repentinamente se detuvo y, haciendo restallar su lengua, comenzó a recitar una curiosa mescolanza del Corán con encantamientos mágicos, conjuros y órdenes, dirigidas nada menos que a un escorpión que el jeque había localizado!

Pero por lo visto el escorpión no estaba muy convencido de lo que se le ordenaba, ya que el jeque tuvo que repetir de nuevo su letania hasta que ante el asombro de Brunton y los curiosos que se habían congregado, ¡salió mansamente un escorpión de siete centímetros de largo, provisto de un aguijón perfecto y suficiente cantidad de veneno para matar a cualquiera! El jeque lo tomó en sus manos y, aunque siempre amenazante, ¡a medio centímetro de la piel de Musa el escorpión detenía su ataque! A mayor abundancia, Musa soltó al escorpión y, cuando éste huía, ¡le ordenó detenerse y se detuvo!

Llegaron luego a un árbol cercano al río, y de nuevo comenzó el jeque su mezcla pagano-religiosa de órdenes y conjuros. Alá, Salomón y golpes dados a las raíces del árbol debían hacer salir a una cobra que el jeque había ¡olfateado! Pasaron dos minutos cargados de emoción, y la serpiente no sedaba por aludida. Sudando y temblándole las labios por el esfuerzo y el enojo, el jeque se agachó ahora, y de pronto dijo: “¡Atrás todo el mundo! ¡Viene una gran cobra! Todavía hubo de hacer dos esfuerzos más, repitiendo sus fórmulas de encantamiento, hasta que, hundiendo el brazo entre las raíces, sacó una cobra de color verde y gris amarillento, de un metro y medía de largo por seis centímetros de ancho.

Algunas personas tienen la capacidad de domar animales como las serpientes.

El venenoso animal se retorcía y siseaba furiosamente entre las manos de su captor, que impasible la sostenía a la vista de todos. La lengua salía y entraba velozmente de su boca, ¡pero ni una sola vez intentó clavar los venenosos colmillos en las manos del jeque!

Pronunciando otro conjuro, más enérgico aún, el jeque la dejó caer al suelo, ¡y la serpiente se revolvió en el mismo lugar sin intentar huir! Pero faltaba algo más sorprendente todavía: señalando al reptil, Musa le ordenó que pusiera la cabeza en su mano, prohibiéndole que lo mordiera, De nuevo siseó furiosamente la cobra, como resistiéndose, pero poco a poco fue doblegándose y avanzando, hasta que, con la mayor docilidad, ¡depositó suavemente la cabeza en la mano de su encantador!

Para checar si realmente era venenosa la serpiente, Brunton hizo que se le introdujera una cuchara entre los colmillos: al oprimirla con las mandíbulas, la cuchare no tardó en llenarse de un líquido ambarino, parecido a la miel ¡dos de cuyas gotas habrían bastado para matar en pocas horas al jeque Musa!

Este hombre, ya muerta en estas fechas, se decía miembro de, una tribu real de encantadores de serpientes, que según sus miembros había heredado la fórmula sagrada de encantamiento desde los tiempos del rey Salomón.

Independientemente de la veracidad de esta afirmación es un hecho que todavía ahora, en esta época, los encantadores de serpientes siguen siendo solicitados para librar de serpientes a hoteles, casas y edificios públicos, ¿que extraños poderes poseen esos hombres?, ¿no merecería su extraña actividad una investigación científica? Los encantadores siguen viviendo en Egipto. Sólo es necesario que la ciencia se ocupe de investigar sus extrañas facultades.


Referencias
  • Revista DUDA, (Julio, 7, 1971). El hombre al que obedecían las serpientes. Revista DUDA, (1:9)

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